Y bajo ese ambiente, yo no dejaba de estar pendiente de aquel maldito reloj. Estaba muy deteriorado, lleno de polvo, pero la forma de sus manecillas le daba un toque elegante y vanguardista, que hacía que inmediatamente, y sin quererlo, centrases tu atención en él. Los minutos no caían y yo seguía en aquel lugar esperando, viendo como las miradas de la gente se perdían entre aquellas dos vías en señal de espera a que llegase su tren; las mías se centraban en ver como la luz se filtraba por los cristales de la estación, en cuya megafonía se escuchaba cada cinco minutos la dirección de cada uno de los trenes que iban a partir con brevedad.
Entonces me senté a seguir esperando la llegada del tren, de mi tren particular, pues estaba esperando a poder ver el brillo de sus pupilas de nuevo. Me di cuenta de que en aquel momento era completamente dependiente de su forma de mirar, de su timidez, de su sonrisa... Así, no podía dejar de imaginarme en como ese camino que se estaba construyendo, poco a poco, estaba a punto de tener una parada más, una estación en la que sin duda el tiempo iba a pasar muchísimo más rápido que en la que me encontraba en ese mismo instante.
